Carta a través del tiempo.

Siempre que se acerca el 20 de Agosto los recuerdos se agolpan a las puertas de mi memoria para dejarte paso a ti nada mas. Hoy se cumplen diez años desde que fallaste a nuestra cita, aunque creo que podré perdonarte.

Recuerdo esa calurosa mañana de verano mientras me vestía, pues habíamos quedado a mediodía para comer juntos. No era muy tarde, serían las once o las doce, más o menos. Recuerdo la llamada de teléfono. Alguien había llamado a tu puerta y no abriste. Llamaron más veces y no hubo respuesta. Todo había terminado. Cogí un autobús y salí corriendo hasta tu casa, aunque atravesar el centro de la ciudad con casi 40º a las espaldas y llorando no es que fuera muy fácil. No pasa nada, no iba a fallarte esa última vez.

Se agolpan esos recuerdos, me asaltan con mucha fuerza. Recuerdo, por ejemplo, el olor a rosas de tu armario en el que cotilleaba a ver que «tesoros» encontraba. Y aunque el más preciado de esos tesoros estuviera sentado en la salita viendo la novela, guardo con muchísimo cariño todas aquellas cosas que un día me dijiste que me llevara, que no importaban ya, que eran muy antiguas. Hoy, abrir esa caja donde las tengo guardadas es saltar diez años atrás sin que sea necesario cerrar los ojos, ya que conservan el olor de donde estuvieron guardadas tantísimo tiempo. Encima de tu armario también había un sable de gala del tatarabuelo, escondido hasta que me asomé. Retales de una historia que no viví pero que sin embargo llevo dentro.

Recuerdo las coplillas que nos cantabas, esas cancioncillas cortas y alegres, pícaras y a la vez inocentes que nos cantabas a tus hijos, nietos y bisnietos para entretenernos y hacernos reír. Canciones de una época que ya quedó diluída en el tiempo. Las de García Lorca, ¿te acuerdas?

También me acuerdo de cuando te venías a la Feria con nosotros y bailabas con el mantón de seda filipina como una auténtica bailaora profesional. Recuerdo el olor de la comida en las cenas de Navidad, donde nunca faltó de nada. O tu pasión por los dulces. O tu pequeño monedero de piel donde había seis monedas de veinte duros el día en el que te fuiste. Nunca te llevaste muy bien con los nuevos euros, ¿verdad?

Recuerdo esos ojillos azules que miraban y reían siempre, con esa firmeza y sinceridad que sólo otorga el tiempo. El olor a Gotas de Oro del baño, la sarten gruesa para las tortillas que nadie jamás pudo igualar, la Singer que había en una esquina abandonada, la sillita de esparto del balcón donde veíamos pasar las procesiones. Y los claveles blancos del Lunes Santo.

Son muchos los recuerdos así como en su día fueron muchas las lágrimas. Para un niño de quince años no es fácil entender que el pilar de su familia sencillamente se había cansado de vivir porque ya había vivido todo lo que tenía que vivir. Naciste bajo el reinado de Alfonso XIII mientras se hundía el Titanic y tu adolescencia la pasaste entre banderas republicanas. Sobrevino una guerra y sus desgracias, y viste como Europa se hundía en la miseria poco después. Moría el Caudillo cuando tenías poco más de 60 años y viste como nacía una nueva España de color democrático, o eso pensamos. Cuánto me alegra de que no estés viviendo esta época, porque te no te hubiera gustado ver como la pesadumbre y la tristeza se apodera de la gente cada vez más y más. Y si hay algo que no recuerdo es verte triste a ti.

Te besé en la frente antes de marcharme con un nudo en la garganta y un pellizquito bajo el pecho que aún hoy me aprieta.

Este 29 de Diciembre nos volveremos a ver en mis recuerdos, cuando cumplas cien años. Porque no hay persona más viva que aquella que vive en los recuerdos de los demás, y tú no solo vives en mis recuerdos, sino también en mi corazón.

Te quiero, bisa.

2 comentarios

  1. Todavía tengo los pelos como escarpias… Conmovedor relato fácilmente extrapolable a cada persona que haya perdido a un ser querido.

    Gracias por compartirlo y por hacer que gracias a él, recordase a mi abuela un ratito…

    Salud!

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